La noche de la pistola
Legimi
Dos retratos que, pese a los veinte años transcurridos, pertenecen a la misma persona. Cuando rondaba la treintena, David Carr era adicto a las drogas. Y manipulaba a quien hiciera falta con tal de conseguir otra dosis. Y bebía sin medida. Y agotaba la paciencia de sus empleadores. Y vendía cocaína defectuosa. Y las terapias de desintoxicación no le surtían ningún efecto. Y golpeaba a su pareja. Y tuvo que dejar a sus hijas en una casa de acogida porque era incapaz de cuidarlas. Antes de cumplir la cincuentena, David Carr había dejado atrás sus adicciones, ya no dependía de los servicios sociales, había recuperado la custodia de sus hijas, había superado un cáncer, se había casado nuevamente y mantenía una relación muy sana con su mujer, y había escalado posiciones en el periodismo hasta convertirse en uno de los escritores más respetados de The New York Times. Ambos retratos, pese a los veinte años transcurridos, pertenecen a la misma persona. En La noche de la pistola, David Carr investiga su propio pasado. Y lo hace valiéndose de las herramientas propias del periodismo: se sumerge en archivos policiales, desempolva expedientes médicos y, sobre todo, entrevista a sesenta personas que le quisieron y le sufrieron. David Carr se enfrenta a los episodios más oscuros de su vida para quitar el maquillaje que, conscientemente o no, todos vertimos sobre nuestras biografías. Descubren un libro en el que el autor investiga su propio pasadp enfrentandose a los episodios más oscuros de su vida para quitar el maquillaje que, conscientemente o no, todos vertimos sobre nuestras biografías. FRAGMENTO En aquella época, yo despreciaba las instituciones estatales, que me parecían inaceptables. Cuando era periodista había ido a muchos sitios así para hacer reportajes, y todas las veces había salido corriendo. Los internos tenían un aspecto salvaje y feroz, o estaban tan medicados que necesitaban baberos. ¿Y Eden House? Estaba en un barrio que yo conocía bien por motivos terribles. Antes de mi ingreso, veía a los pacientes que iban y venían y que parecían un grupo de camellos de esquina entre venta y venta. Había estado en suficientes reuniones de desintoxicación en toda la ciudad para saber que siempre llegaban en grupo y volvían a salir en grupo. Como si estuvieran atados con una jodida cuerda. Quiero decir que me alegraba por ellos, pero David Carr no encajaba en eso. Sin embargo, encajé; estuve seis meses, nada menos. Veintiocho días, los habría superado de cabeza, sonriente y dispuesto a todo, pero aquello fue veintiocho multiplicado por seis, y unos días más. Recuerdo pasar las primeras noches sentado en un colchón fino y pequeño, trazar un calendario y contemplar la lejana fecha de mi alta. Pero, una vez que me enchufé al sitio, el tiempo pasó volando: cuando me parecía que acababa de recuperar mi sano juicio, llegó el momento de salir a la calle a utilizarlo. No acepté todo eso de que Jesucristo era mi señor y salvador. No tuve ningún momento de claridad. No tuve ningún hallazgo terapéutico. Más bien recordé, despacio y gradualmente, quién era yo. Había abandonado la vida de una persona normal —primero, poco a poco, y, luego, a toda velocidad—, y tardé mucho tiempo en descubrir el mapa para mi vuelta. Cada día de aquellos seis meses fue importante. Hizo falta un mes para que se disiparan los vestigios de la psicosis provocada por las drogas. Había ingresado en un estado tan confuso que no podía ni absorber informaciones nuevas. Como exigía el programa, me hacía la cama, iba a las reuniones y evitaba meterme en líos. LO QUE PIENSA LA CRITICA Mi nuevo libro favorito - Jaime G. Mora. ¡Qué libro tan brutal es La noche de la pistola! Hay que agradecer a @librosdelko la edición española - J. L. García Íñiguez. EL AUTOR Aquí deberíamos resumir la vida de nuestro autor. Pero, en el caso de David Carr, eso es mucho pedir. Como él mismo afirma en la página 133 de La noche de la pistola: «Todos contenemos multitudes». Por eso, nos limitaremos a enumerar los aspectos más objetivos de su vida. Nació el 8 de septiembre de 1956 en Mineápolis. Murió el 8 de septiembre de 2015 en Nueva York, en plena redacción de The New York Times, periódico en el que trabajaba. Todo lo demás, si fue un crápula o un padrazo, un malqueda o un trozo de pan, un metepatas en serie o un hombre dotado con una voluntad de hierro, lo sabrás en las páginas de su libro. Pero te adelantamos que David Carr fue todo lo anterior al mismo tiempo. Y muchísimas otras cosas.
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